sábado, 5 de enero de 2013

Plaza circular


Le dábamos vueltas a la plaza una y otra vez, a paso lento, envueltos en la tranquila brisa otoñal. Los árboles desojados, el pasto amarillento y los juegos para niños, maltratados por las inclemencias del tiempo, formaban parte del cuadro.
De cuando en cuando encendíamos un cigarrillo y el silencio nos invadía. Desfilábamos por el camino circular apenas sin cuerpos. Cuando volvían las palabras nos sumergíamos en conversaciones brillantes o absurdas.
Comenté, con timidez, que tenía para mí el deseo de ser feliz algún día. Beatriz repuso que ella anhelaba erradicar la nostalgia de lo que ya no era y abrirse paso en el camino del perdón, pero que no sabía cómo hacerlo
Entonces reparé en algo que no había advertido hasta ese instante. Cada vez que nos encontrábamos, para caminar y conversar, la plaza estaba absolutamente desierta.
¿Cuánto tiempo hace que estamos dando vueltas? le pregunté algo asustado.
Mucho, supongo. me contestó despreocupadamente.
Los árboles cambiaban sus follajes según la estación. Variaba la vegetación abundante de los canteros de piedra. A veces escuchábamos el cantar de algún pájaro aunque nunca lográbamos divisarlo posado en una rama o atravesando el cielo. Todo aquello componía lo habitual del paisaje, sumado a las nubes, el sol que nunca se ponía y una llovizna pasajera y soportable.
Siempre estamos solos. reflexioné en un hilo de voz que llegó a oír.
Se detuvo a mi lado y aprovechó la pausa para acariciarme el rostro.
Siempre solos. sentenció Beatriz casi entre lágrimas.
Retomamos el paso, que a esas alturas era difícil de abandonar.
Pasamos junto a un limonero que nos regaló su perfumado aroma. Pensé de inmediato en una casa de campo pintada de azul. No sé si alguna vez viví allí. Tampoco tengo la certeza de haber visto, verdaderamente, aquel limonero. 
En algunas circunstancias vienen a mí recuerdos de otras épocas. Caras de personas que creo haber amado. Es cada vez más difícil retener esas imágenes en forma nítida. Se van alejando con disimulada velocidad. No sé si son recuerdos o sueños. Acaso resabios de un tiempo que ya no es. Estoy convencido de que a Beatriz le ocurre lo mismo, pero no me atrevo a preguntarle.  Noto en ella una sensibilidad creciente. Además he advertido que ya no me nombra, ¿acaso a olvidado cómo me llamo? Seguramente. Eso no me molesta en absoluto, ni siquiera yo lo recuerdo. Me contento tan solo con saber que no he olvidado su nombre.
En algún momento le dije:
Es hora de regresar. busqué sus ojos, pero no di con ellos.
¿A dónde se supone que tenemos que regresar? me preguntó sin detenerse.
Me tomé unos segundos para encontrar palabras coherentes, aunque no pude dar más que con una frase que ella, seguramente, esperaba oír de mí.
No tengo idea. le dije por fin.
Entonces decidimos seguir dando vueltas alrededor de la plaza, circular, infinita, que representa para nosotros el universo, pero nada más que eso.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Llanura

Mendoza, cuyo nombre de pila aún se desconoce, vivió hasta los sesenta y ocho años de edad. Toda su vida se encargó de ejercer, con honores, el oficio de herrero. 
Cuando su esposa murió decidió abandonar su trabajo para luego abandonar su pueblo y, finalmente, terminó por abandonarse a sí mismo. Se convirtió en un errante, en un hombre sucio y sin techo. Era apenas aquel vagabundo que recorría los pueblos de la provincia, desfilando ante la mirada despectiva de los lugareños. 
En esa condición de fragilidad dejó atrás el último sitio habitado para marchar sin descanso por el crudo desierto pampeano. Kilómetro a kilómetro el sol azotó con intensidad la maltrecha piel del criollo. 
Se propuso caminar hasta que su cuerpo le dijera basta. Una vez así se dejaría morir, tirado sobre la tierra reseca, sin tregua ni pesar. 
Cuando sus pies descalzos se detuvieron y su pantalón no era mas que harapos, hundió ambas rodillas en la tierra y decidió, sin saberlo, que ese sería el lugar de perecer. Sin embargo, antes de que se desplomara por completo, una mano se posó sobre su hombro. Mendoza, que no tenía energía ni siquiera para asustarse, giró con dificultad su cabeza y vio los dientes mas blanco que nunca antes había visto. Una sonrisa perpetua lo saludó. Levantó aún mas la vista y tardó breves segundos en captar la imagen completa del rostro de aquel joven hombre. 
A Mendoza le pareció que no llegaba a los treinta años, sin embargo tampoco lo podría haber afirmado. Vio sus ojos negros y su cabello corto por debajo de un sombrero, de ala redonda, inmaculado. La camisa era azul o gris, no lo pudo advertir del todo. Si tenía certeza de que entallaba unos vaqueros y calzaba unas botas marrones con puntera de metal. 
Las primeras palabras de aquel hombre fueron ininteligibles para Mendoza, pero a la cuarta o quinta frase comenzó a entender el dialecto. El hombre dijo que “terminar una vida de esa manera, sobre la tierra reseca, asado por el sol y picoteado por los caranchos, no tenía nada de digno”. Habló acerca de la vida de Mendoza como si la hubiese leído y memorizado de un libreto. Al criollo le brillaban los ojos. No entendía que pasaba. Por momentos miraba hacia el horizonte, para quitar la vista del hombre de camisa azul -o gris- pero aún así continuaba oyendo su voz grave y ronca. De una u otra manera le temía, pero al mismo tiempo se maravillaba cuando este le citaba, con rigor, algún fragmento de su vida. Le hablaba de su trabajo como herrero, de los servicios prestados a su provincia en la frontera y de su amor, su amor incondicional por Flora, su añorada esposa. 
Luego del deslumbrante discurso, y sin que Mendoza pronunciara una sola palabra, el hombre hizo un gesto con su mano derecha y giró sobre los tacos de sus botas. Se echó a andar hacia el oeste. Mendoza sin dudarlo se puso en pie -casi como si hubiese conseguido recuperar algo de aquella energía perdida- y lo siguió. Caminaron lentamente, uno a la par del otro, en silencio. Cada tanto Mendoza buscaba los ojos negros por debajo del ala del sombrero, pero cierto temor le hacía apartar la vista y ubicarla de nuevo sobre el camino. Dejaron atrás varios kilómetros de mera llanura. Se puso el sol y la noche lo cubrió todo con su gran capa oscura. 
El paseo a pie se detuvo cuando dieron con un árbol centenario que se elevaba, solo, en medio del vacío y la oscuridad. 
El hombre del sombrero se puso en cuclillas ante la mirada expectante del moribundo. Tomó una ramita del piso de tierra y empezó a trazar en el mismo suelo un perfecto rectángulo. A Mendoza se le vino a la mente la imagen de un maestro rural de escuela enseñando geometría a un conjunto de niños aburridos. 
Cuando el hombre concluyó de dibujar, arrojó la pequeña rama hacia la oscuridad. Se arrodilló dentro de la figura y golpeó tres veces sobre la tierra. Increíblemente los tres llamados retumbaron como si hubiese golpeado sobre un sitio hueco. Mendoza dio unos pasos hacia atrás y pensó en salir corriendo, pero no lo hizo. Ya estaba allí. Había conocido la mitad de la aventura y quería saber como iba a terminar. El hombre joven se puso en pie y le dedicó una sonrisa. Dijo algo entre dientes pero el criollo no le entendió. Luego con un gesto lo invitó a esperar bajo el árbol. Los dos hombres se sentaron apoyando la espalda sobre la añeja madera. Contemplaban con fascinación el rectángulo dibujado en el piso. A la media hora de esperar Mendoza oyó una vez mas la voz del hombre que tenía sentado a su lado. Esta vez le entendió. Dijo con voz profunda “¿quiere fumar?”, aunque se escuchó mas bien como “quirfumó”. No lo dudó un segundo y asintió con la cabeza. El otro sacó de un bolsillo papel de armar y una bolsita con tabaco. Con movimientos espasmódicos armó dos cigarros. Le ofreció uno a Mendoza. Luego le dio lumbre a través de un fósforo encendido que apareció como por arte de magia. 
Pitaron sus cigarros largo rato bajo las hojas del viejo árbol (a Mendoza se le antojaba que era un roble) sin mediar palabra. Disfrutaron el tabaco con ganas. Al criollo se le inflaba el pecho sintiendo, por primera vez en años, una sensación de profunda tranquilidad. Pasaron horas sentados hasta que, muy adentrada la noche, el hombre del sombrero se puso en pie. Le tendió una mano a Mendoza para ayudarlo y éste la aceptó de buena gana. Dieron unos pasos al frente y se quedaron mirando la tierra que, a decir de Mendoza, ahora tenía un color mas oscuro. El suelo que pisaban comenzó a temblar. 
El rectángulo bailaba enloquecidamente. El suelo comenzó a desmoronarse y los limites de la figura eran ahora los límites de un hueco en la tierra. El hombre que sonreía, el de la camisa azul o gris, el de las botas de puntera metálica y sombrero inmaculado, tomó a Mendoza por la parte posterior del cuello. Le inclinó la cabeza hacía el agujero -hacía la tumba- y Mendoza pudo ver, en el fondo mismo, a una mujer. Una mujer que lo observaba con admiración, una mujer joven, de mirada iluminada y rostro saludable. 
Flora.
Gritó Mendoza, y se zambulló de un salto en el hueco de tierra cuando el hombre le soltó el cuello. El criollo se perdió en la infinitud de aquel pozo. No se oyó el golpe de su cuerpo contra el fondo, porque allí no había ningún fondo. Allí solo se encontraba un abismo  repleto de oscuridad.
Finalmente Mendoza encontró lo que andaba buscando, aunque todavía la gente que escucha el relato se pregunta si verdaderamente él había buscado ese final. A decir verdad, dicha pregunta carece de sentido, porque lo que vale es la certeza de que mas allá de su deseo, había encontrado lo que había encontrado. 
La historia de Mendoza no guarda moraleja alguna, solo sirve para esclarecer un punto: aún en la llanura pampeana uno puede toparse con alguna de las puertas que conducen al averno.  

viernes, 10 de febrero de 2012

Palabras

Siendo yo un niño había descubierto la libertad de dar vida a cada objeto que encontrase a mi paso. Todo el juego, que se fue tornando en hábito y luego en vicio, consistía -primero- en recortar palabras de diarios y revistas. Las guardaba, celosamente, en una caja de cartón que escondía debajo de mi cama. En un momento dado, que no puedo precisar, esas palabras tan muertas como el trozo de árbol al que perteneció el papel en el que estaban escritas comenzaron a llamarme. Me susurraban despacito por las noches, antes de mi descanso. Entonces me desvelaba, abría la caja y contemplaba ese universo conformado por letras agrupadas. Lo curioso es que no conocía el significado de muchas de esas palabras. Pero esto no representaba ningún problema, al contrario. Me servía de una, por mí desconocida en cuanto a su significación, y la aplicaba a todo lo que se me antojase.
Recuerdo que una de las que me fascinó a penas la redescubrí, nadando dentro de ese mar de recortes que era mi pequeño tesoro, fue la palabra galeón. Entonces tenía yo un galeón número cinco con el cual jugaba al fútbol, mi madre regaba las plantas del jardín con un galeón cargado con agua, mi padre fumaba por las noches su galeón y lo encendía a cada rato cuando el tabaco dentro de este se apagaba y cada día el galeón asomaba por el este y se ponía por el oeste. 
Una tardecita algo lluviosa, un vecino trajo a mi casa un cachorro. Mis padres aceptaron gustosos quedarse con él. Se acercaron a mi y me pidieron que lo bautizara. 
-Ponle un nombre. -dijo mi madre ansiosa.
-Se llamará galeón. -respondí sin dudarlo un momento.
Mi padre me miró extrañado. Meditó unos segundos para luego sentenciar:
-Se llamará Toby.
Y así nuestro perro fue bautizado por mi padre.  
A los pocos días de que Toby comenzara a vivir con nosotros aún continuaba fascinado con aquella palabra. Mi padre me llamó preocupado una mañana, mientras degustaba su habitual mate amargo, y me explicó que un galeón es una embarcación a vela. Lo comprendí de inmediato y en ese preciso instante la palabra galeón se volvió para mi tan absurda como todas aquellas de las que conocía su significado.  
Pero no claudiqué en mi accionar tan fácilmente. Así fui por mi caja en busca de una nueva palabra, y luego de otra, y mas tarde de otra más. En esa lista interminable aparecían palabras tales como: diapasón,  partícula, mandarín, resonador, tubérculo, asteroide, catalejo, grímpola, ligamento, carnet, abedul, licántropo, meseta, giba, caleidoscopio, baraja, alabastro, mandolina, lóbulo, arlequín… entre varias otras. 
Cada experiencia de bautizar objetos con la palabra de turno concluía siempre en lo mismo. Mi padre llamándome con gesto parco con la intención de darme una breve explicación. Me brindaba la definición, ponía ejemplos y se desvivía por que deje ese juego que resultaba tan absurdo para él y tan hermoso para mí. 
Finalmente se apareció mi padre, una tarde de enero, con un enorme diccionario enciclopédico de la lengua española. Agradecí el regalo, como todo regalo que caía en mis manos por ese entonces. Lo cierto es que de aquel libro inmenso solo me apasionaban los gráficos, las fotografías de ciudades y los colores de las banderas. A veces leía alguna palabra que llamase mi atención pero jamás me atrevía a leer su significado. ¿Por qué tenía yo que llamar a las cosas por el nombre que se me ordenase? Pues bien, no tuve más remedio que acatar ese otro mundo lleno de sentido, regido por el orden y el consenso. Así es la historia de cada uno, excepto la de aquellos que optan por una libertad absoluta, asumiendo las consecuencias que ella trae consigo.  
Ahora la libertad se me escurre a cada minuto, desfila ante mis ojos y escapa ahuyentada por el fantasma del sentido. Los tiempos han cambiado, yo he cambiado y las palabras, muy a mi pesar, también. 

domingo, 5 de febrero de 2012

Campos de Loto

"Míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren".
Homero

Recuerdo aquella noche como la mas oscura que me haya tocado vivir. Al llegar a la playa elevé un rezo para mis dioses. No me costó empujar la barca al mar, aún tenía fuerzas de sobra. Las olas me ofrecían un arrebato de furia. Sortee los peligros de aquel mar envenenado durante algunas horas.
Cuando llegué por fin a la isla escondí mi nave cerca de unas piedras que ascendían en dirección vertical, hacía el firmamento majestuoso, sobre la arena humedecida.
Un sendero enrarecido escoltado de alangieos me llevó hasta las puertas del templo. Tal como me habían encomendado en Ítaca golpeé tres veces el anillo. No tuve que esperar demasiado. De par en par las hojas de madera se hicieron hacia adentro. La figura de un hombre de atuendos sacrílegos apareció frente a mi. Me estudió con ojos ardientes. Señaló mi cinturón y ordenó me desarme. Sabía que la tribu a la que pertenecía aquel guardián de la puerta no me daría problemas. Sus aspiraciones estaban mas allá de las guerras. Así y todo habían convertido en prisioneros a media docenas de soldados. Hasta los guerreros mas valientes, que alguna vez habían servido bajo el mando de Odiseo durante diez años en Troya, se encontraban en ese templo. Solo mis dioses saben que clase de embrujo profesaban esos hechiceros sobre mis coterráneos. Clavé mi espada en la tierra y entonces se me permitió el acceso.  Caminamos lentamente y en silencio. Un aroma intenso, como a incienso, se apreciaba en el aire. Dentro de las murallas del templo todo se resumía a una enorme gruta de piedra trabajada. El hombre de las vestiduras impuras me indicó el camino sin decir ni una palabra. Me adentré en la oscuridad de la gruta de piedra con la esperanza de dar con los soldados retenidos. Juré no volver a Ítaca si no lograba liberar al menos a uno de aquellos hombres. Me guié por sombras serpenteantes y por aquel aroma que inundaba el aire. Al dar con la recamara me asaltó el desconcierto. Cientos de hombres tumbados en el piso de piedra contemplando la nada. Con la barriga señalando el techo y los brazos extendidos parecían estatuas impávidas. Algunos brujos caminaban por entre aquellos vivos que parecían muertos. Descendí sendos escalones de piedra pulida para adentrarme con furia en el corazón de la recámara.
– ¿Quién está al mando aquí? – pregunté a uno de los brujos de atuendos oscuros.
– En este recinto no hay mandos ni jerarquías. – me contestó.
Miré a mi alrededor tratando de dar con la cara de algún hombre que compartiese mis raíces. Todos me parecían iguales, a las sombras de ese lugar.
–No hay mandos ni jerarquías, pero toman prisioneros. – repuse enfurecido con mi mano señalando a los cautivos.
–Nadie está obligado a permanecer aquí. Todo hombre es libre de dejar el recinto cuando le plazca. – respiró para luego agregar. –Eres bienvenido y puedes quedarte entre nosotros el tiempo que quieras.
Me pregunté cuantos hombres habría allí. Un centenar sin duda.
–Voy a partir y me llevaré los hombres que pueda conmigo.
–¿Y a cuantos pretendes meter en esa pequeña barca de madera con la que has arribado a esta isla santa?
–¿Isla santa?, que se le pudra la boca anciano miserable. –grité enardecido y algunos brujos o hechiceros, (más tarde supe que se llamaban así mismos lotófagos) comenzaron a rodearme. Sacaron de sus bolsillos las plantas inflamadas de veneno y me las ofrecían sin pedir nada a cambio, excepto mi vida.
–Apártense. –les advertí elevando los puños cerrados. Pero no respondían a mis palabras. Entonces la cólera se apoderó del alma mía y golpee a uno de ellos en la cara. El brujo besó el piso y dio unos tumbos. Los demás me contemplaban inmutables con las flores de loto en sus manos.
Me adentré aún mas en la recámara dando empujones a todos los que se acercaban. Las flores se elevaban por el aire para luego caer con sus dueños. Sin pensarlo un momento me acerqué al hombre que tenía más próximo. Sin conocerlo lo consideré un amigo. Lo levanté del piso para cargármelo en los hombros.
–Un solo hombre rescatado servirá de ejemplo, escorias. –les escupí en la cara.
Los brujos me abrieron paso. No iban a detenerme al menos que me sedujeran a través de la sustancia de sus amadas flores.
Emprendí el retorno por la gruta y llegué a la puerta del templo con aquel hombre, que balbuceaba delirantemente, sobre mis espaldas.
–Abra. –le ordené al guardián de la puerta y este obedeció.
Atravesé los muros y tiré al hombre al piso. Sus ojos no estaban allí conmigo, me miraban tan distantes que creí no sobreviviría mas de unas horas. Recuperé mi espada.
–Ítaca arderá como Troya. Cuando llegue el momento habrá un lugar para usted en nuestra casa. –me dijo el lotófago guardián de la puerta y desapareció tras los muros. Que odiosas palabras ha pronunciado, pensé para mis adentros en ese instante. Sin embargo, cuanta razón tenía.
Cargué a mi coterráneo y me dirigí a la playa.
El aire de mar y mis gritos que maldecían aquellos campos de loto hicieron que mi amigo comenzara a abandonar los efectos de la flor.
–¿Cómo te llamas? –le pregunté a medio camino sobre las olas y sin dejar de remar.
–Telémaco. –me respondió distante.
–Descansa, pronto estaremos en Ítaca.
–¿Qué es Ítaca? –preguntó aún aturdido por el excesivo consumo del loto.
Con la alegría inmensa de haber sabido elegir a un hombre de entre cientos, solo pude responderle una cosa.
–Es el lugar donde espera tu padre.  

Nota: Dos versiones existen sobre el final de esta historia: la primera explica que el protagonista y Telémaco nunca llegaron a Ítaca, ya que habrían sido retenidos en Esparta y convertidos en esclavos hasta el día de sus respectivas muertes. La otra fundamenta que los hombres arribaron a su tierra natal. Pero sin embargo a su llegada se toparon con un Odiseo sumido en la locura a raíz de la traición y la muerte de Penélope. Se sostiene, en ambas versiones, que el reencuentro entre padre e hijo quedó trunco. 



sábado, 4 de febrero de 2012

Dr. Ming

(Biografía no autorizada de un oriental no tan oriental)

Prólogo
Aquellas personas desveladas que sucumben ante el poder hipnótico del televisor a altas horas de la noche o aquellos que madrugan y antes de partir a sus trabajos encienden los aparatos para ver la temperatura de la jornada, se han topado alguna vez con una publicidad muy difundida por estos días. La misma aparece en un sinfín de canales (e incluso en algunos diales de radio), anunciando un producto revolucionario, innovador, indispensable para afrontar el devenir incierto del día a día. Nos referimos ni mas ni menos que al Té chino del doctor Ming. Milagrosa hierba en saquito que ha llegado del lejano oriente con el solo propósito de aliviar el pesar del viviente. Mezcla de conocimientos chinos ancestrales y avances médico - tecnológicos recientes, que ofrece a cualquier persona estresada el fantástico producto a cambio de una suma razonable de dinero. No solo es un relajante, sino que ayuda a bajar y mantener el peso, actúa como desintoxicante, purificador y descontracturante del espíritu de aquellos oprimidos lacayos de empresas ajenas o apesadumbrados caminantes del mundo laboral todo.

Introducción
Este artículo tiene por finalidad dar a conocer aspectos de la vida del creador del milagroso producto, no sin antes introducir al lector en dos verdades, hasta hoy desconocidas, acerca de la persona del doctor Ming.
La primera hace referencia al lugar de nacimiento del protagonista.
Como solo unos pocos saben, Ming no nació en China.
Antes de su nacimiento la relación de sus padres entró en tinieblas. Su madre, joven rebelde y apasionada, viajó a Buenos Aires cuando cursaba un embarazo cercano al punto de finalización. Dicen algunos cronistas que paró en casa de una amiga que conoció por correspondencia. Otros investigadores no dudan en afirmar que ella se instaló en una vivienda precaria del barrio de la Boca perteneciente a  Carlos Rubén Quiroga, quien había conocido a la hermosa joven en una visita que este había realizado a China, con la orquesta típica de tango que el mismo Quiroga dirigía , justamente nueve meses antes del nacimiento de Ming.
Previo al día en el que Ming viera la luz por primera vez -y nos referimos aquí a la luz de la sala de partos del Hospital Pirovano- su madre escribió una extensa carta al padre del niño, Tao Ming. En la epístola la antes casada, ahora divorciada unilateralmente, explicaba con lujo de detalles como había encontrado en Buenos Aires un lugar ideal para continuar su vida. La post data era bien clara: Tao, olvídate de mí para siempre. Tao Ming murió unos meses después en su Pekín natal. Son inespecíficos los datos que rondan su muerte. Abundan especulaciones y escasean afirmaciones. Lo sabido es que Tao nunca conoció a su hijo.

Infancia
El pequeño Ming pasó sus primeros años en la vivienda de la Boca, junto a su madre y a Carlos Rubén Quiroga.
Corriendo detrás de una pelota de trapo e interpretando tangos en las reuniones barriales Ming se hizo querer por todo aquel que lo conociera. Era famoso también por su acalorada forma de discutir sobre temas de diversa índole, en los que se incluía por supuesto aquellos de connotación futbolera. Ya de pequeño había entrado en contacto con las revistas El Gráfico que tomaba prestadas del burdel de la esquina de su casa. A los seis años de edad podía recitar de memoria la formación de Boca Juniors del año ´81. Por ese entonces toda la Boca deliraba con la flamante incorporación de Diego Armando Maradona a la escuadra xeneize. Ming, como tantos otros, fue un enamorado del Pelusa.
Sin embargo su verdadero ídolo boquense llegó en 1985, se trataba ni más ni menos que de Enrique Hrabina, “el Vikingo”. Ming no tardó en pedirle a su madre que le comprase una casaca de Boca que llevase el número 3 en la espalda. Por esa época Ming se anotaba en cuanto torneo de fútbol existiese: barrial,  interbarrial, colegial, intercolegial y en ese orden. Aguerrido en defensa, los delanteros rivales temían pasar a su lado. Su grito de guerra era distinguido: “soy Hrabina, soy Hrabina” exclamaba a la vez que enchufaba una patada a algún contrario.
Siguiendo la carrera de su ídolo, el Vikingo Enrique Hrabina, Ming aprendió dos cosas: que él fútbol es una pasión y que la H es muda.

Adolescencia
Ya entrado en la adolescencia los fantasmas de su identidad lo invaden por primera vez. Esto ocurrió por la repentina aparición de unas prominentes patillas que asaltaron su rostro. Vale aclarar en este punto que las patillas eran el rasgo distintivo de Carlos Rubén Quiroga. De hecho en el barrio de la Boca llamaban a Quiroga “Patilla ´e lana”, cuando no cosas peores.
Una noche lluviosa, el ya adolescente, Ming esperó a que su madre retornase del trabajo -se había empleado como mecanógrafa de una pequeña empresa contable y acotamos que no le iba muy bien ni con los números ni con las letras-.
Cronistas aseguran que aquella noche la voz del adolescente se escuchó en toda La Boca. La reunión con su progenitora duró hasta el amanecer. Frente a dicho episodio Quiroga se mantuvo al margen. El criollo pasó la noche fingiendo afinar una guitarra en la habitación contigua a aquella en la que se libraba la discusión madre - hijo. Ming pocas veces se autopronunció sobre dicho hecho. Solo expresó varios años después que su madre juró por todos sus dioses que él era hijo de Tao Ming, fundamentando que la genética a veces se manifestaba de manera misteriosa y que en sus misterios se encontraban aquellas patillas tan lanudas.  El joven Ming aceptó de mala gana la versión ofrecida por su madre acerca de su concepción.
Por miedo a toparse con una verdad punzante y dolorosa Ming metió en el freezer el tema de su origen que optaría por descongelar años mas tarde.

Su carrera
Destapado el asunto de la oriundez de Ming nos proponemos ahora dar a conocer la segunda verdad en torno a su vida. El antes creído chino ahora sabido porteñazo no se doctoró en medicina como algunos incautos han sostenido, sino en leyes.
Ming (llamado también a temprana edad por los amigos del barrio “el chino“ o “Tito“ en casos de anonimato), concluyó la carrera de derecho con tan solo veintitrés años de edad. En esa época aún conservaba sus patillas. Hecho que se confirma por la foto de la matrícula del colegio de abogados de Lomas de Zamora (partido al que se había mudado en soledad) en el que se inscribió para ejercer la profesión. En esa fotografía se lo ve con aire soñador y principalmente con abundante pelo en el rostro.
Luego de ejercer durante dos años el derecho entra en una profunda depresión que tiene como causa principal un conflicto de identidad. Si bien se apasiona por la vida en Buenos Aires siente que hay una pieza faltante en el rompecabezas de su existencia. Un no saber, que hundía sus raíces en la desconocida vida de su padre Tao.

En China
Amigos de Ming afirmaron en entrevistas realizadas para este documento que los fantasmas de su padre lo acompañaron durante toda su vida, tanto en los momentos de melancolía como en los de mayor éxito. A los veintiséis años y ya doctorado en leyes, Ming se propuso llenar las lagunas del desconocimiento con un viaje fugaz a Pekín. Dicha aventura debía durar unas pocas semanas, pero al desembarcar en la exótica China el abogado se vio sumergido en una nube esotérica que llenó su alma de intriga y curiosidad. Con entusiasmo se propuso recorrer los lugares mas remotos y emprender algunas nuevas empresas.
Instalado en China, Ming comenzó a visitar aquellos sitios que habían sido recomendados por su madre. Regiones históricas y zonas turísticas aparecían en una lista interminable.
Pero la finalidad del joven no era la de realizar un viaje de placer.
Una tarde de miércoles se presentó en el domicilio de una tía que vivía junto a otros parientes hasta entonces desconocidos por él. Lamentablemente el joven abogado no recibió el mejor de los tratos. Prácticamente lo echaron a patadas cuando pronunció el nombre de su madre. Además aseguran los biógrafos que las patillas y su aire de compadrito no fueron del agrado de los chinos que, indignados, le prohibieron el regreso a esa casa. Al menos así interpretó Ming el verborrágico mandarían que escupía su tía al mismo tiempo que esta le enseñaba un palo de escoba.
Sin poder contar la historia de su vida a dichos parientes, (otrora lejanos y ahora también), decidió seguir el consejo de su corazón: el de no verlos nunca más.
Dicha situación deprimió a Ming durante algunos días. Pero luego de recomponerse se obligó a no claudicar en su cometido, el de reconectarse con las raíces de sus progenitores -mejor expresado: las raíces de su madre y las raíces de Tao Ming- y conocer, aunque sea un poco más, acerca de la historia de aquel país.
Fue así que por métodos que hoy desconocemos averiguó la dirección del cementerio donde descasaban los restos de su padre. Llegó al enorme panteón, ubicó la tumba de Tao Ming y se paró frente a ella. Nadie sabe si pronunció palabras, de hecho si lo hizo, se desconoce si utilizó el mandarín o el lunfardo. Pero es casi una certeza que a Ming ese día, frente al lugar de descanso de aquel hombre, se le piantó un lagrimón.
Fue la casualidad o el destino que hizo que Ming se pusiera en contacto con un mercader del pescado que había trabado amistad con Tao. Una noche en la que se bebió mas de la cuenta el comerciante le confesaría al joven Ming que en verdad su padre no había muerto de causas naturales sino que había optado por el suicidio cuando se anotició de que su esposa ya no regresaría de Buenos Aires. Tao se sintió un idiota -rasgo distintivo que muchos cronistas han destacado al respecto de su personalidad- y vivió aquella situación como la mas profunda de las traiciones, motivo por el cual se aplicó el famoso método del harakiri. Atravesó su propio cuerpo con un cuchillo de pescador (que su amigo, el que contó la historia, le había obsequiado) a la vez que entonaba el grito de “Un chino debe morir con honor”. Amigos de Tao que escucharon tan escandaloso grito lo encontraron en su casa a medio desangrar. Ellos fueron los que llamaron al médico del barrio quien lo asistió rápidamente, aunque, sin poder hacer mucho por salvarle la vida.  Ninguno de los que estuvo allí presentes, rodeando a Tao en el lecho de muerte  minutos antes de que este perdiera el conocimiento, se atrevió a explicarle que el harakiri era un método originario del Japón, (de ello se desprende que ningún chino podía morir honrosamente de esa manera). Así fue, pues, como Tao abrazó la muerte tan estúpidamente como había vivido sus días, es decir, ignorando la ignorancia de sus actos.
A pocos días de enterarse de los detalles de la horrible muerte de su padre, Ming redactó una carta dirigida a su progenitora. En ella anunciaba su permanente residencia en China fundamentando que lo hacía en honor a la falta de honor de su padre. Nunca se supo si su madre contestó aquella desgarradora epístola.
Así las cosas, Ming se propuso revalidar su título de abogado en el lejano Oriente. De ahora en mas se dedicaría a ejercer el derecho en China (tarea difícil si las hay), por lo que debía encontrar un lugar para hospedarse y realizar su cometido. Para mejor organización tomó una hoja y escribió una lista de prioridades. La primera fue aprender mandarín. Era necesario vencer la barrera de aquel idioma que desconocía casi por completo.

Adultez
En menos de dos años Ming había logrado su objetivo. Residía en una casa humilde, ejercía el derecho y hablaba un mandarín tan fluido como el que habla el chino nacido en la China.
Se encargaba de defender a cuanta desdichada alma lo consultase. No ganaba demasiado dinero ya que sus clientes no pertenecía a un entorno acaudalado. Sin embargo su vida de trabajo y austeridad le habían devuelto cierto aire de felicidad.
Si bien en su cotidianeidad se lo podía confundir tranquilamente con un oriundo de China, su infancia y adolescencia en Buenos Aires no lo habían abandonado. Algunos datos de color para sostener dicha afirmación cuentan que antes de entrar en audiencia Ming silbaba por lo bajo algún tango. En juicios importantes, por cábala, tarareaba la melodía de Canaro en París. En su estudio había colgado un banderín de Boca Juniors y  en la sala principal de su casa un cuadro que enmarcaba el recorte de una revista El Gráfico, donde aparecía su héroe, Enrique Hrabina, levantando la recopa del ´89. Si bien para esa época Ming se había afeitado las patillas, se peinaba el pelo a la gomina y no había perdido ese aire de compadrito que tanto le gustaba portar.
Pasados algunos años mas de su llegada a China, El doctor Ming se entrevistó con un joven que pidió su asesoramiento en relación a un juicio laboral que debía afrontar. Aquel muchacho de rasgos frescos y mirada penetrante se hacía llamar Xing. Este había desempeñado tareas administrativas dentro de una afamada empresa de medicamentos y biotecnología durante dos años. Según el propio Xing, luego de un altercado semi violento, lo habían echado como a un perro de aquella empresa.
El la libreta de notas del doctor Ming figuran unas anotaciones que este tomó en relación al caso -para tranquilidad del lector el doctor solía anotar en castellano- dice así:

Caso Xing: laboral. Lo sacaron a patadas de la compañía en la que trabajaba por un kilombo que se armó cuando se supo que éste le soplaba la mina a uno del directorio. Problemas de polleras…los hay en todas partes.

El doctor Ming patrocinó a Xing logrando que autoridades judiciales dictasen a favor del joven despedido. La indemnización obtenida se traducía a un número mas que interesante. Xing se conmovió al escuchar el dictamen y abrazo a Ming efusivamente. Dicen los que saben que ese fue el comienzo de una amistad que duró algunos años.
Con el dinero percibido Xing abrió su propia empresa orientada en la rama de los productos para la salud. Contrató profesionales de distintas áreas e inauguró un centro de investigaciones que le brindó resultados comerciales exitosos.
Pero la vida no es color de rosas, mucho menos en la China. Es de público conocimiento que en pleno desarrollo de su nueva corporación, Xing comenzó a padecer síntomas persecutorios. Algunos empleados lo habían visto pasar varias semanas encerrado en la oficina de la fábrica central. Xing acusaba a sus antiguos empleadores de haber instalado micrófonos en su casa y en las sedes de Xing Corporation -nombre de la empresa- para poder arrebatarle las fórmulas de los productos que empezaban a ser vendidos con mayor éxito en toda la región.
Ante los consejos de un amigo decidió hacer una cita con un prestigioso psiquiatra con el que estuvo en tratamiento durante cinco años. El final del tratamiento es digno de ser nombrado. El académico advirtió a Xing que padecía la necesidad imperiosa de perseguir el éxito por el solo hecho de alcanzar la aprobación de una figura paterna, -ya que el padre de Xing siempre había considerado a este último un verdadero miserable-. Cuando el éxito tambaleaba los síntomas persecutorios sobrevolaban su mente. En síntesis, el psiquiatra le aconsejo tomarse vacaciones de su habitual cargo ejecutivo al frente de la empresa. En lugar de seguir dicho consejo, Xing mandó a pasear al psiquiatra, interrumpiendo así el tratamiento y saliendo en búsqueda de alguien que pudiese acompañarlo en la difícil tarea de dirigir una corporación tan grande cómo la suya.
Así fue que Xing se contacto nuevamente con el doctor Ming, buscando claramente en esta relación una figura paterna que lo aprobase  en todo cuanto decidiera.
Ming aceptó la propuesta de Xing, quien lo proponía como nuevo sub director de Xing Corporation.
Siguieron a estos sucesos años gloriosos para ambos compañeros. Ambos engordaron sus cuentas bancarias (tarea difícil en la China). Los conocimientos legales de Ming ayudaron a que la empresa creciera a pasos agigantados.
Por fin llegó un día esperado para los ejecutivos de Xing Corporation. La empresa sacaría a la venta un producto sumamente revolucionario que no contaba con antecedentes en el mercado. Un producto cuasi milagroso que -en formato de té- daría a la gente -a cambio de una módica suma de dinero- un bien estar absoluto. No solo le permitiría al consumidor bajar de peso, sino que le prometía una vida llena de éxitos.
Ineludiblemente el destino juega pasadas oscuras. A semanas de presentar el tan esperado producto, Xing se ve implicado en un nuevo altercado amoroso que le cuesta la vida. El esposo de una jovencita con la que Xing salía le quiso enviar un mensaje mafioso a modo de advertencia. Pero el hombre engañado contrató a un grupo de malhechores de origen ucraniano que mal interpretaron las órdenes, entendiendo que cuando éste se refería a “contactar y asustar a Xing” quería decir “encontrar y matar a Xing”.
Así fue como Xing tuvo una muerte prematura a manos de sicarios extranjeros que se encargaron de llenarle el cuerpo de plomo.
Declaró Ming en una conferencia de prensa con respecto al suceso:

Estos son los hechos que repudiamos, no de ahora, sino de toda la vida. 
Es increíble que por una mina medio fulera y su marido psicópata nos encontremos en estas horas tan dolorosas, llorando a un visionario, pero sobre todo llorando a un amigo. 

La empresa y el producto
Al poco tiempo de la muerte de Xing, Ming se hizo cargo de la dirección de la empresa y no tardó en anunciar que aquel milagroso producto tan esperado por los consumidores no tardaría en salir al mercado.
El nombre original del flamante invento había sido propuesto por Xing un año antes de su muerte Xing Elixir . Pero Ming (que no pecaba de humilde) dijo que sería un mal augurio ponerle el nombre de un muerto a un producto, por lo que decidió bautizarlo como el Té milagroso del Doctor Ming. (En Buenos Aires se conoce como Té chino del Doctor Ming, cuestión que no merece aclaración)
Así también cambió el nombre de la empresa a Doctor Ming Business .
El Té milagroso no tardó en convertirse en un éxito absoluto en ventas (tarea difícil en la China pero no en el resto del mundo).
Muchos años se cuestionó el enriquecimiento de los directivos de la empresa, en especial el creciente patrimonio personal de Ming. Por tales motivos y para poner paños fríos a la situación -y lavar un poco de guita-, Ming inauguró una fundación que se dedicaba a diferentes áreas.   La misma tenía como misión fomentar el bienestar de la salud para todos los sectores sociales de la población, promover el fútbol en China para que este deporte sea de interés nacional y por último buscó lograr un intercambio cultural mas profundo entre el país asiático y aquel en el que Ming había nacido: Argentina.
Así surgieron como pilares de la fundación el “Centro de rehabilitación de lesiones futboleras Enrique Hrabina” -título elegido en honor a su ídolo- La “Escuelita de fútbol para Chinos que no saben jugar al fútbol” -para desarrollar mas fuertemente aquel deporte en ese país. Y finalmente: la “Academia China de Tangos Argentinos”, donde no solo se dictaban clases de baile y de canto de la música tradicional de Buenos Aires, sino que también se realizaban estudios académicos profundos sobre los orígenes del Tango y se practicaban traducciones de los tangos mas emblemáticos al mandarín.
Tras años de éxitos y también de periodos oscuros, en los que fue perseguido por falsos acreedores, Ming decidió mudarse una vez mas. Pocos saben cual fue su destino en esta última ocasión. Muchos indican que en la actualidad se mueve por todas partes del mundo, justamente para no ser encontrado. Si bien su paradero se desconoce, Ming sigue al frente de la empresa vía celular, aquella que fundara su extinto amigo Xing.

Despedida
Hace pocos días una carta fue publicada en un diario de Buenos Aires. En un espacio de solicitadas, Ming hacía referencia en pocas palabras al amor que sentía por el lugar que lo vio nacer. Expresaba estar con algunos problemitas de salud a causa de una indigestión y decía que un oráculo al que consultaba con regularidad le había advertido sobre un posible y pronto deceso.
Ming se despide en aquella solicitada saludando a todos los porteños, a todos los argentinos y a todos los boquenses, enviando un mensaje encarecido que reza lo siguiente:

Entonces, estimados amigos y hermanos todos, si llega la hora de partir pues bien, afrontaré esos minutos finales con la dignidad que siempre tuve, la misma que introyecté en mis años de porteño y patilludo. Solo pido a ustedes cumplan mi última voluntad, cuando muera quiero que en La Bombonera se realicé en mi nombre un minuto de silencio. Un minuto de silencio de esos que a nadie le importa y nadie respeta en Argentina, y así podré desprenderme de lo terrenal para ir a recorrer caminos inciertos, con la mente tranquila, con un tango en el oído y una gambeta en el corazón. Hasta siempre. Dr. Ming (El Chino para los amigos). 

Y esa fue la última prueba de vida que Ming dio al mundo.

viernes, 3 de febrero de 2012

La carta del padre

– Por favor te tenés que quedar unos días más. Si se enteran que estoy solo me van a venir a buscar.
– ¿Y me podes decir como hacen ellos para enterarse?
– Eso no lo sé, me estás pidiendo que sepa como se manejan. No los conozco, pero te puedo asegurar algo: van a venir . ¿Te das cuenta?
– Me doy cuenta de que esto se te fue de las manos Julián. Yo no puedo ayudarte, pero quizá pueda averiguar si hay algún…
– No me vengas con eso otra vez. No tenés que averiguar nada, ni recomendarme a nadie. Acá las cosas son sencillas. Si vos te quedás conmigo ellos no pueden venir a buscarme.
– Suponiendo que todo esto sea cierto, me podés explicar por qué si estoy yo ellos no vienen.
– Porque no se quieren dejar ver. Me buscan a mi, ¿me entendés David? Si vos te vas les preparas el terreno. Están esperando. Hace semanas que esperan que vos no estés.
– Si tenés miedo a quedarte solo venite conmigo. Te lo vengo diciendo desde el lunes. Yo me tengo que ir si o sí. Lugar en el auto hay de sobra.
– No voy a dejar mi casa.
– Entonces vas a tener que quedarte solo Julián.
– ¿Te puedo pedir un favor?
– Mientras no me sigas insistiendo con que me quede…el que quieras.
– Si la semana próxima, cuando vuelvas del sur, no me encontrás, es porque todo lo que pronostiqué  se cumplió. Si me llevan, tenés que buscarme. De alguna manera voy a ingeniármelas para dejarte pistas.
– Cuando yo vuelva vas a estar acá, como siempre. Nadie va a venir por vos.
– Pero si mis sospechas son ciertas vos tenés que buscarme. Tenés que prometerlo.
– Quiero cuidarte Julián. Por eso vamos a hacer lo siguiente: si cuando vuelvo la próxima semana no estás, voy a buscarte. Pero si todo sigue tan normal como de costumbre vas a acceder a lo que yo disponga, porque tu salud me preocupa y si yo no puedo ayudarte, alguien mas capacitado seguro va poder hacerlo.
– ¿Vos querés cuidarme?
– Es mi deber. Eso hace un hermano mayor, ¿o no?
Julián miró a David a los ojos. Por dentro rogaba que no lo dejara solo en el departamento durante esa semana. Por otro lado sabía que David no podía postergar el viaje al sur. Su padre, el de ambos, se encontraba enfermo y era necesario que alguien cuidara de él.
– Sabes una cosa Julián, papá se pondría contento al verte.
– No lo creo.
– ¿Por qué no me acompañas? Te ayudo a armar el bolso, en una hora estamos subidos al auto, viajando por la ruta. Nos relajamos, ponemos la radio o alguno de esos discos de jazz que tanto te gustan ¿qué te parece?
– No.
David no dijo mas nada. Agarró sus pertenencias y las arrimó a la vieja puerta de madera. Julián lo miró con ojos vidriosos. Se dieron un abrazo.
– Nos vemos dentro de poco. Cuidate, comé. Y si no necesitás salir quedate adentro, creo que va a ser mejor. Cualquier cosa me llamás al celular o a casa de papá.
Julián asintió con la cabeza.
Las siguientes horas se sucedieron lentamente. Julián reposaba su cuerpo sobre el sillón de la sala principal del departamento. Miraba, abstraído de la realidad, un punto imaginario sobre la pared celeste de la habitación.
Se mantuvo durante el resto del día en un estado similar al de la relajación total del cuerpo o al de la meditación espiritual mas profunda. Llegada la noche, comenzó a perder la noción del tiempo. Su concentración iba en aumento.
Llevaba días sabiendo que lo peor de todo llegaría con la partida de David. Estaba dada la situación para que los hechos se sucedieran tal cual dictaba su premonición. Lo había visto en sueños, lo había deducido del horóscopo del diario, lo oía en las palabras pronunciadas por los transeúntes que veía pasar  desde su balcón.
Tenía miedo. Los naipes habían sido repartidos pero aún la mano no se jugaba.
Julián había ideado un plan, a su entender magistral, para evitar su posible cautiverio. Todo consistía en escaparse sin salir de aquel departamento.
Desde aquel estado de inmovilidad no tardó en descubrir que su concentración daba resultados positivos sobre la pared de la sala. El escondite estaba comenzando a ser una realidad.
El punto fijo, imaginario, comenzó a tomar la dimensión de una diminuta mancha negra sobre la pared.
Julián supo que era el momento de no perder la calma. Su catatonía iba en aumento, al igual que la mancha que comenzaba a extenderse trazando nervaduras negras nacidas de un punto central. Como una telaraña azabache las líneas imperfectas se empezaron a dibujar sobre la pintura celeste de la pared.
Cuando observó que el tamaño de la mancha era proporcional al tamaño de su cuerpo abandonó su estado de quietud absoluta. Movió lentamente su cuello, luego sus brazos y con determinación impulsó sus piernas hacia adelante para ponerse en pie.
Se acercó con sumo cuidado. Dudó un momento, pero tomó el valor necesario como para pasar una mano sobre su propia creación.
De un momento a otro comenzó a notar una molestia en su cabeza, una puntada o un sonido, algo que le provocaba un profundo dolor. Entendió que los hombres estaban cerca.
Giró su cuerpo sobre sus talones y posó la mirada sobre la puerta de entrada.
Observó como la manija circular se movía.
Ante aquel lapso de distracción, la abertura en la pared parecía volverse más pequeña y Julián advirtió que si perdía la concentración todo aquel esfuerzo sería en vano y su escapatoria solo un deseo incumplido.
Rápidamente tomó la decisión de adentrarse en su propia invención. Llenó los pulmones de aire y saltó hacía la mancha. Pensó que chocaría con la pared, pero aquel dibujo comenzó a tomar profundidad y lo absorbió en un instante.
Una vez dentro intentó tantear el espacio y notó que el mismo se limitaba a su figura. A sus espaldas oyó que la puerta de entrada era forzada con mayor brusquedad.
Julián giró sobre su eje y obtuvo vista plena de toda la sala.
La mancha negra comenzó a cerrarse sobre él y notó que su piel se mimetizaba con el escondite. Entendió que el agujero lo protegía, lo camuflaba. Nadie podía verlo allí dentro. Ni siquiera aquellos hombres.
Se quedó en silenció. No estaba seguro de que pudieran escucharlo.
Minutos después -si es que podía llamarlos minutos- la puerta se abrió violentamente y ante sus ojos dos hombres se hicieron presentes.
Jamás los había visto, pero intuía que los conocía, más bien, los sentía conocidos.
Sus ropajes eran extraños. Llevaban puesto lo que parecía un largo sobretodo de color oscuro. Lo llevaban desabotonado, dejando entrever por debajo unas camisas maltrechas. Tenían las manos enguantas y cinturones de cuero en la cintura. Sus pantalones se asemejaban a jeans descoloridos y calzaban botas tejanas. Parecían prendas de otros tiempos
Por un momento Julián se atrevió a pensar que esos hombres eran personajes de un libro de cuentos que había leído en su infancia o acaso protagonistas de una historieta que tuvo en sus manos en algún momento de su vida. Notó también que portaban, en los laterales del cinturón, dos armas de fuego enfundadas en raídos estuches de cuero.
Los hombres entraron en el lugar a paso lento. Estudiaban todo el sitio con sus pequeños ojos negros. Estaban en busca de alguna pista que indicara que él se encontraba allí. Julián rápido advirtió que esos hombres no podían verlo. Su escondite era tan perfecto, tan mágico como lo había deseado.
Uno de los intrusos se adentró a la habitación que pertenecía a David, y Julián lo perdió de vista. El otro caminaba con la mirada puesta en los muebles, pero no tocaba nada  con sus manos enguantadas. Julián pensó que no utilizaban más que sus mentes para hacer lo que tenían que hacer. Aunque supuso que si esos hombres se enfurecían podían utilizar la fuerza o su revólveres para hacer daño a cualquiera que se topara con ellos. Se convertirían en temibles gladiadores o en pistoleros.…
– …invencibles. –susurró Julián muy suavemente. Y de inmediato notó que el hombre que estaba revisando los muebles clavó sus ojos pequeños sobre la pared celeste.
Un sudor frió comenzó a recorrerle la nuca.
El hombre daba pasos muy lentos hacia su escondite. Pensó que todo estaba perdido. Lo había arruinado, no podían verlo pero si lo escuchaban.
El hombre se acercó aún más y pronunciando palabras, que Julián nunca entendió, llamó al que estaba en el cuarto contiguo.
Julián contenía la respiración. Estaba de frente a esos dos sujetos pared de por medio, como si esta oficiara de vidrio espejado. No sabía si realmente percibían su presencia. No debía pronunciar palabra alguna. Eso sería el fin.
De un momento a otro los hombres se alejaron de la paredescondite. Luego siguieron inspeccionando cada rincón del lugar durante un lapso de tiempo que Julián no pudo calcular.
Cuando parecían dispuestos a marcharse uno le habló al otro en aquél dialecto incomprensible. Indicó con su mano derecha la mesa de la sala. El que permaneció callado se acercó a ella. Sacó del bolsillo de su sobretodo un sobre y lo dejó posado allí.
Sin acelerar el paso, los hombres se retiraron, cerrando la puerta del lugar tras salir del mismo.
Julián se sentía atónito.
Siguiendo con la imposibilidad de calcular el tiempo se mantuvo a resguardo en su guarida durante lo que consideró un período prudente.
Cuando tuvo la sensación de que los pistoleros no regresarían se decidió a mover las piernas y luego el resto de su cuerpo. El agujero lo expulsó de un sacudón. Una vez fuera del escondite, ya desde la sala, vio como la mancha negra se reducía a un único punto central. Relajó su cuerpo y se concentró por última vez para lograr que el pequeño punto negro desapareciera por completo.
Aún con miedo se dirigió al sobre que descansaba en la mesa. Lo inspeccionó con cautela sin acercarse demasiado. El arrugado sobre amarillento, que parecía tener siglos,  llevaba una sola palabra escrita: Julián.
Lo tomó con ambas manos y se dispuso a abrirlo. Extrajo de él una carta manuscrita que contaba con pocas líneas. Leyó en voz alta para que sus oídos se anoticiaran tanto como sus ojos.

Entiendo que si estás leyendo esta carta es porque te las ingeniaste para burlar a los captores. Bien hecho muchacho! Tené la certeza de que ya no van a volver por vos, porque les alcanzará conmigo. Espero sepas perdonarme por todo lo que te he causado a lo largo de estos años. De verdad perdón.
 Ahora si, se libre.  

Julián observó como la hoja de papel y el sobre se deshacían entre sus dedos como si fueran ceniza o acaso aquello tuviera que ver con una mágica invención, proveniente de sus pensamientos.
En ese instante comprendió todo. Ya no corría riesgos, ya podía volver a salir, a caminar por las calles, a vivir. Julián entendió que su tiempo había comenzado. Sintió, literalmente, su libertad.
Un fuerte sonido hizo que saliera de su ensimismamiento. El teléfono sonó estruendosamente, rompiendo el silencio de la habitación.
Atendió.
– ¿Qué pasaba que no atendías? -dijo la voz de su hermano.
– Pero si atendí.
– Hace tres días que te estoy llamando, te dejé mensajes, nunca respondiste.
– No me di cuenta David, perdí la noción del tiempo.
– ¿Te pasó algo…vos estás bien?
– Si, estoy bien. – sostuvo con firmeza eligiendo omitir la visita de los pistoleros.
– Escuchame Julián, escuchame bien…– la voz de David comenzó a entrecortarse. – es papá… – Julián adivinó lágrimas en los ojos de su hermano mayor. – Ayer se puso muy mal y después…
Silencio.
– ¿Después qué?
– …se murió.
Silencio.
– El médico dijo que no había nada que hacer. – repuso David.
– ¿Cuándo murió?
– Hace un par de horas. Te llamé durante estos días para decirte que se estaba poniendo cada vez peor. Pensé en ir a buscarte, pero no quería dejarlo solo. Él tenía mucho miedo. Nunca lo había visto así.
– ¿Y dijo algo, te dijo algo sobre mí? –interrumpió Julián ansioso.
– Me dijo que vos estabas al tanto de todo. Que sabía que lo ibas a perdonar. No entendí a que se refería. No estaba muy lúcido. Creo que deliraba.
Julián no respondió. Trataba de atar cabos.
Del otro lado de la línea David rompió en llanto.
Julián tenía sentimientos encontrados. La sensación de libertad no se había alejado, pero a su vez cierta tristeza invadía su cuerpo.
En ese momento decidió que nunca le diría a su hermano sobre los pistoleros y sobre aquella carta. No era necesario, además no lo comprendería.
Del otro lado de la línea David lloraba desconsoladamente pero hacía esfuerzos por recomponerse y retomar la conversación.
A Julián se le desgarraba el alma al oír llorar a su hermano. Intentó buscar las palabras justas para tratar de calmarlo.
– Escuchame bien David. – hizo una pausa y luego continuó – Yo se que esto es difícil. Pero vamos a superarlo juntos, ¿está bien?
– Si. – dijo débilmente el hermano mayor. – juntos.
– Ya terminó todo, cuando vos vuelvas yo voy a estar acá.

Niña

Se hace camino con sus músculos, pequeños, inyectados en sangre.
Vive asomando el lomo entre preguntas absurdas.
Espantada de silencios recorre la trama, sigilosa, expectante.
Sabe poco del mundo, lo considerada demasiado extenso.
(Las flores le piden a gritos que las huela o las pise)
Le esquilan la piel sus tristezas.
Lúdica entre llantos se muestra todo el día, grita desquiciada.
Deseosa de manos amigas que no sean punzantes.
Aparece en el sueño de las bestias y duerme aterrada.
(La muñeca de trapo remendada tirada en el zaguán)
Sufre el olor de los ancianos, respeta la muerte.
Se tumba al piso para que la levanten, aunque solo sea por lástima.
Vive, en palabras, pesadillas profundas.
Escupe en el charco para deformar su imagen.
(El pasto reseco, la pileta de piedra vacía)
Padece y crece entre sus amores aprendiendo a cultivar un rencor.
Dejará de ser algún día.
La angustia apremiante la traerá de regreso.